Giacomo Puccini comenzó a trabajar en Turandot en 1920. Llevaba dos años sin componer desde la terminación del Tríptico, según admite en una carta de 1919 dirigida a su libretista de La Rondine e Il Tabarro, Giuseppe Adami. Tal vez fue la falta de estímulos literarios para una nueva creación la que lo llevó a reanudar vínculos con Renato Simoni, un escritor imaginativo y erudito, considerado un gran sinólogo, conocedor de la historia de China y celebrado autor de comedias venecianas. Puccini entrevió la conveniencia de asociar a Adami con Simoni. En adelante, habría de corresponder a ambos escritores la tarea inmensa de ofrecer al compositor el tema y el libreto para el que sería su último canto.
La tragicomedia de Carlo Gozzi, en la cual se inspiraron los libretistas, es la cuarta de una serie de diez “fábulas dramáticas” escritas por el dramaturgo veneciano entre 1761 y 1765. La historia de Turandot tiene una tradición filológica que va más allá de la fiaba de Gozzi estrenada en 1762. Llega al año 1000: ya había sido narrada por el poeta persa Firdausi (939-1020).
Una nutrida correspondencia permite seguir con bastante detalle la creación de la última ópera de Puccini, estrenada el 25 de abril de 1926 en el Teatro alla Scala de Milán. Como era de rigor en el proceso creador pucciniano, la concepción de la obra, que ocupó los últimos cuatro años de su vida, fue febril y estuvo afectada por constantes estados alternativos de apasionado entusiasmo y profundas crisis depresivas. En una de las últimas llegó a imaginar una situación que sería real: “La obra será presentada incompleta y alguien avanzará sobre la escena para decir: en este momento el maestro ha muerto”.
Desde fines de 1922 había empezado a padecer un problema de garganta, de manera que parte de la composición de Turandot estuvo signada por la proximidad de la muerte. Los médicos que confirmaron el diagnóstico de cáncer aconsejaron al músico, que desconoció hasta el final su verdadera enfermedad, viajar a Bruselas o Berlín, los dos lugares para tratar su mal en Europa.
Puccini viajó a Bélgica y allí murió el 29 de noviembre de 1924. En la habitación de la clínica quedaban los esbozos del dúo de amor y el final del tercer acto de Turandot. Arturo Toscanini, tan ligado a las obras de Puccini, y a quien el músico había confiado el estreno de Turandot, encargó entonces a Franco Alfano la tarea de completarla sobre la base de las anotaciones del autor. El día del estreno, transcurrida en el escenario la muerte de Liù, la última página que Puccini había completado, Toscanini se dirigió al público y dijo: “Aquí se acaba la labor del maestro. Estaba ahí cuando murió”.
Así concluyó el estreno. Sólo en la siguiente función, el público milanés conoció el final realizado por Alfano. Buenos Aires escuchó Turandot exactamente dos meses después del estreno mundial, el 25 de junio de 1926 en el Teatro Colón, con Gino Marinuzzi como director y Claudia Muzio, Rosetta Pampanini y Giacomo Lauri-Volpi en los principales roles.
Turandot significa la ampliación del lenguaje del autor hacia nuevos territorios de la música contemporánea, próximo por momentos a Elektra (1908) de Richard Strauss y Wozzeck (1921) de Alban Berg. Disonancias sin resolución, acordes con segundas agregadas, progresiones por cuartas ascendentes, escalas por tonos enteros, pasajes bitonales, no eran nuevos en la dramaturgia pucciniana. Pero esos antecedentes alcanzaban un esplendor apasionado en Turandot, con el añadido de que más de un acorde muestra hasta qué punto el compositor prestó atención al atonalismo del Pierrot lunaire de Schönberg cuando lo escuchó en Florencia.
Turandot deja así abierto un último enigma, porque si se presta la debida atención es posible advertir que en ella se sintetizan dos corrientes estéticas que a partir de esos años se bifurcan abriendo un abismo en la música del siglo XX. Una es la expresionista vienesa; la otra, la neoclásica, cuyos primeros síntomas encuentran, precisamente, en las máscaras de la Commedia dell’arte, su impulso más vivificante. Puccini, siempre alerta en su genial predisposición creadora, resumía en Turandot ese torbellino de influencias que marcó a los locos años de la primera posguerra.